viernes, 6 de junio de 2008

“La bestia sonriente”


Bajo la sombra de un árbol, permanece sentada la bestia sonriente, mientas cuenta las horas en la cual su pesada figura yació dormida esperando el arribo del sol naciente. Ha esperado por días la venida de los vientos del sur, que prometieron cambiar su ancha cara de ogro malcriado, por una estadía en las altas nubes. La bestia sonriente sigue esperando, como si esa fuese su única función en esta vida. A su alrededor hay silencio comprimido por los mugidos que emite de vez en cuando, al perder la esperanza y los sueños.
Más allá se prolonga un campo de flores al infinito; desconoce la música de las mariposas que revolotean sobre los enormes girasoles. La bestia sonriente está triste. Sonríe, porque esa expresión es su único modo de existencia bajo la sombra de un árbol frutal.
Un grupo de bizarros aborígenes sobresale desde la línea del horizonte. Llevan sus cuerpos desnudos y tatuados con enigmáticas sentencias sobre la vida y la muerte. En esa desnudez espontánea divisan a la extraña figura, que yace apoyada sobre un gigantesco árbol de frutas silvestres. La danza de los bizarros aborígenes es mítica; en ésta se deposita el lenguaje de muchas generaciones atrás, aquellas que no pudieron vencer el reflejo de sus errores inmortales en una bestia sonriente.
Los bizarros aborígenes desconocen la existencia de un dios que les haya dado una misión, en un campo de flores infinito. Se dejan llevar por el instinto, tal cual como han procedido sus antepasados. Se acercan sigilosamente entre medio de los enormes girasoles y las mariposas, para apreciar detenidamente a su presa. La bestia sonriente aún espera la venida de los vientos del sur y del sol naciente. El movimiento de los bizarros aborígenes es opáco, por la luz gris de las nubes que anuncian la tempestad. La bestia sonriente no se desespera, concede a la imaginación de los hombres, el desenlace de la historia.
La bestia sonriente espera pacientemente el ataque de los bizarros aborígenes, sin temor los observa de reojo, sin reconocer en ellos su destino y origen. Los bizarros aborígenes tropiezan con las flores y se enredan con las mariposas, que caen muertas por el contacto con la vida de los hombres. No pierden de vista a la extraña monstruosidad que los invade en cuerpo y alma. Los siglos han demostrado el equívoco proceder de los hombres de estas latitudes, pero insisten en tener la razón y avanzan. Todo se convierte en sueño y las imágenes se desvanecen cada vez que los bizarros aborígenes se adelantan.
La bestia sonriente bien sabe que en el mundo, los hombres son traidores y las mujeres víboras. Para sus ojos la humanidad está perdida en cuanto los bizarros aborígenes caigan en sus garras. Éstos torpemente rodean a la bestia con sus inimaginables armas de fuego y se lanzan con gestos cadavéricos a la batalla, al encuentro con la muerte. Los niños han quedado en casa, imaginando a sus padres en la victoria.
La moraleja de la fábula es simple. Es preciso sonreír, a que tropezar falsamente con la valentía, Es preciso vivir en la soledad bajo un árbol, que morir devorado por los colmillos de una gran bestia sonriente, que espera sentada el exterminio de toda la faz humana.

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