martes, 27 de mayo de 2008

“Miro”


Miro sin pestañeos reiterativos, la manifestación de algún movimiento espontáneo de las luces, para que me revelen la solución a estas inquietudes tardías. Tal vez el reflejo azul en los ventanales de mis miedos, o más aún, un remezón de sus vídriales como una especie de vibración del cuerpo.
Miro por ejemplo en el azar incomprensible del metro en sus vagones, el reencuentro de un rostro que me ilumine en un tarde de ajetreo. Tendría las palabras suficientes para explicarle desde el bullicio, que necesito urgente de sus ojos para volverme loco, mientras salto al otro extremo de la línea en dirección al vacío. Hilaría pequeñas frases para decirle que soy yo, aquello que intuye como cierto, pero que más bien desconoce por falta de silencio. Es sólo el metro lo que veo. Miro, pero no hallo luces ni gemidos.
Miro de vez en cuando por sobre mis hombros, cuando camino por las calles solitarias en tardes primaverales y de enormes tormentas, el seguimiento de mis pasos de una gigantografía de una musa, que recoge mis plegarias como pancartas obsoletas. Al voltearme le diría que el multicolor de sus manos me congelan las dudas, y que ahora sí creo en las casualidades. Trataría de no sonrojarme ante tamaña imagen estereotipada. Le mentiría para no ser presa fácil, y tal vez más tarde hablaríamos de permanecer intactos por el fatigoso paso del tiempo. Miro, y sin embargo, nadie me sigue; ningún afiche publicitario, ni siquiera la muerte.
Miro, medio borracho, el instante en que cambio la música de un ambiente, para reconocer en alguien el secreto de un culto personal hacia el rockanroll que nadie escucha. De sentir sus vibraciones, me acercaría y le preguntaría acerca de sus temblores con cada acorde. No me cansaría de citar a tantos discos que llevo en mis oídos; quizás ella se ilumine con aquellas exaltaciones musicales. Y yo me ilumine con atribuciones innecesarias.
Miro por todas partes para encontrar el movimiento espontáneo de las luces de bengala; aquellas que se encienden y terminan millones de años luz sobre las estrellas. Miro los comerciales y teleseries del mundo entero, pero ninguna de sus artificiosas mujeres me parecen tan luminosas como aquellas que diviso a través de la ventana de una micro. Miro a tantas; a las que fueron miradas, y a las que nunca han sido ni siquiera mencionadas en la historia. A todas ellas miro, para encontrar a ese movimiento espontáneo que me ilumine y me desbarate las ideas.
Miro inclusive por debajo de los lugares comunes y las historias paralelas. Miro en diversos estratos sociales, en distintas edades, pero no encuentro ningún rostro ni expresiones iluminantes. A veces miro en mis sueños y recuerdos, pero esos rostros se desvanecen, pierden forma y luz; se mueren. Entonces sigo mirando con expresiones comprimidas y coquetas a cuanta mujer se presente en la mirada. Pero no encuentro a nadie con movimientos espontáneos de luces destellantes.

jueves, 1 de mayo de 2008

“Viaje sonoro II”


Enciendo el motor de mi cabeza a partir de una felicidad cósmica, y retrocedo por encima de esta intimidad, hacia el origen de estos aciertos. Todo está relacionado. La voz de un niño maquinando minúsculas sinfonías en un minicomponente con doble track. Ahí mismo los dientes tiritaban, como si el poder de unas cuerdas vocales vírgenes no pudiera ser contenido por ninguna creencia. El niño enmudecía y regresaba a su habitual juego de películas en su extraña cabeza. Ves la belleza donde no la hay. Mi tía me obsequió un cuadernillo, y quise escribirlo todo en un día. Mis palabras fluyeron. El lápiz tiritaba, como si un poder fuera a emerger de mi sangre y la tinta no pudiera contenerlo. Escribí el verano completo a solas. Escritura en soledad. Pero me faltaba la música. Aquél lenguaje extraño me retumbó en los oídos desde niño; sinfonías de cuna y canciones de nubes parlanchinas. Pero la guitarra de palo se ausentó en aquellos días.
Hay una primera vez en todos. Una mano se dislocó adrede, para soltarse de una condición incompetente. Agitó con fuerzas sus dedos y agarró cuanto pudo en el camino. Esa mano derecha corrompió la imagen de ese niño y esas nubes parlanchinas, para convertirlo en adolescente y a esas nubes, en enormes senos. El amor destruyó y construyó sobre la misma. Mis poemas no querían ser canciones. Eran poemas porque el resto no escuchaba melodías. Para mí siempre fueron canciones. Los dedos comprobaron esa rabia y envidia sentidas; no tenía canciones y mi voz siempre ha sido desastrosa. Todo el mundo tenía bandas. Mis ideas no querían hablar de nada. Todo pasa por algo.
Un casette fue hallado dentro de un cajón lleno de polvo. Corazones rotos habían en su lugar, y letras que jamás nadie pudo obtener. Aquél casette rompió el hielo que oprimía las vocales de un infante. Lloró, pataleó y sangró para convertirse en joven letrista. La guitarra de palo hizo su aparición para acompañar a esos pobres versos que yacían en esquinas solitarias. Los primeros acordes desafinados provocaron miedo, los primeros tonos terror. Al fin ese niño estaba en carrera. Jorge González me pateó un millón de veces con sus canciones. No podía contener tanta genialidad un tipo tan arrogante y sin pinta. Para mi no fue un rockstar, fue un pequeño dios en la tierra. Un Huidobro, un Víctor Jara.
Tras ese teléfono mi sonrisa se transformó en rencor y soledad. Rechazado por una chica de barrio, incapaz de apreciar la belleza donde no la hay. Me confiné en ese motivo de existencia; edifiqué muros impenetrables. Advertí que este asunto no era de nadie más que de mi eternidad. Morí en soledad. Conocí la escritura de huesos y entrañas. La tensión entre realidades, me mostró el simple sujeto que era. Las posibilidades imaginativas se desprendieron de su teoría y me vi con los pies pisando la nada misma. Ninguno de aquellos profesores comprendía ese ejercicio “estúpido” de imaginar. Morí en soledad; y reviví para agonizar por tres años más, con cuentos y poemas que ningún niño del barrio leía. Las palabras cayeron al vacío.
Una humareda confundió las cuerdas de la guitarra de palo con versos recitados. La voz quiso recitar en antros. No se podía con tantos nombres y apellidos apelmazados a poesía generacional. Poesía sí, poetas no. El joven musiquillo se perdía en cuanto recital poético encontraba. Las canciones se perdieron. Me las quitaron los Beatles. Se quedaron en mis oídos y no podía componer. Fui un fan y un groupie. Toqué sus canciones y no las mías. Me creí John Lennon, sin saber que podía ser yo mismo. Por tres años más vi como me quitaban las ideas. No es bueno escuchar a los Beatles. La guitarra de palo me golpeó la cara; me dijo: despierta sacohuea!. Y nacieron tres acordes estrafalarios, que se volvieron llanto y carcajadas nerviosas, como si un poder estuviera en el umbral de la puerta, dispuesto a entrar a escena. La raza estrafalaria es la felicidad cósmica que me atrapa con la risa y la ilusión acuestas.