lunes, 9 de junio de 2008

“Dos textos para Manuel Cuevas”


Sin despedida

Si hubiera sentido alguna señal por más imposible que fuera, ese día no te habría dejado ir tan fácil de mis manos. Es que no había manera de saberlo, porque no había motivos para pensarlo. Quizás las señales han estado ahí desde siempre para cada uno de nosotros, pero algunos no las vemos. No nos han enseñado a perder lo que mas amamos en un momento determinado; nos aferramos a la vida creyendo que eso es para bien.
Entonces ese día, fue el último en que nuestros ojos se miraron con habitual sonrisa y después, cada uno tomó su rumbo sin pensar en el otro. Tal vez mañana te vería. Pasó la muerte y jamás te he visto desde aquél fugaz recuerdo. Todo sucedió repentinamente.
Te encontré de casualidad en plena calle; tropezamos en la oscuridad y nos reconocimos entre risas cariñosas; hace dos semanas que no te veía. Extendí mi mano, pasaron segundos y me quedé con tu imagen durante todo el trayecto hacia algún punto fijo del universo.
Si me hubiera anticipado a los sucesos futuros, no te hubiese soltado en ningún momento. Esa mano en la oscuridad fue mi única despedida. Quise verte días más tarde, pero no apareciste, me hiciste falta. Pude haber muerto, ¿te contaron?, extraños acontecimientos de la vida y la muerte.

El sueño en que me hablas

Este es el sueño en que me hablaste. En los otros desaparecías silenciosamente entre los reflejos y las luces; quería que me hablaras. Quise hablarte de tantas cosas. En este sueño al menos pude abrazarte y expresarte mis temores.
Tenías tu pelo largo tomado con un moño atrás. Apareciste como fotografía enmarcada al final de un muro en la inconciencia. Yo estaba sentado en un sillón; había mucha gente a mi alrededor, personas que jamás conocí. Todos hablaban entre si, nadie me dirigía la palabra. Recuerdo estar sentado en la cocina de mi abuela como solía ser antes; iluminada y con un televisor encendido. Yo no miraba a la televisión, estaba perdido en algún pensamiento poco importante. Entonces te divisé entre la bulliciosa multitud; traté de llamarte, pero mi voz era áspera, temía que te fueras.
En un momento todos comenzaron a salir por la puerta. Te colaste entre ellos y quise llamarte nuevamente: ¡toño! ¡toño!, no me escuchaste. Entonces me levanté y te tomé del brazo para traerte hacia mí. Te aprisioné a mi tristeza y no te dejé ir: ¿Dónde estás toño?, me dices: estoy bien. Ayúdame toño, apóyame. No me dices nada.
Comienzo a llorar y con fuerza te pregunto: ¿Por qué te fuiste toño? ¿Por qué te fuiste? Y lloras conmigo. Luego despierto con los ojos llenos de lágrimas, pero tranquilo de haverte abrazado en mis sueños.



boomp3.com

viernes, 6 de junio de 2008

“Sangre de narices”


Esta es una historia de inciertos y maldiciones. Un problema hereditario quizás, o un karma sobre el espinazo. Remonta a una niñez de complicaciones inmediatas; un golpe, un grado más de calor, un pelotazo, un dedo juguetón hasta una mirada.
Desangramientos que marcaron una posición frente a la vida, la inseguridad frente al mundo. No se podía jugar con libertad; el miedo estaba ahí tras una gran montaña de sobreprotección. Esta historia de inciertos y maldiciones, da su inicio en una escuela básica, al menos es el primer antecedente que se tiene en mente.
El primer día de clases en una escuela cercana, el sol ardiendo sobre las infantes cabezas de Kinder junto a la tierra reseca de marzo complicando la escena. No recuerdo el golpe o la caída, pero los segundos pasaron y la sangre corrió por mi nariz hasta mi camisa celeste. Se me iba el alma en un chorro continuo, mientras la tierra suelta se impregnaba en mis pantalones grises. Me sacaron de la escuela, ese mismo día.
Tantos desangramientos no se pueden pasar por alto. Se hace necesario realizar un inventario de aquellas historias. He sangrado de narices en tantos lugares como momentos. Cuando quisieron sacarme una foto en año nuevo, tuve que correr hacia el baño para detener la sangre; más tarde me escondía con un tapón gigantesco de algodón en las narices. Cuando caminaba por el centro de una avenida sin confort ni papel en los bolsillos. Tragué sangre y escupí más en el suelo, mientras disimulaba con vergüenza entre la gente.
Un luchador que tiene su punto débil por delante, la nariz. Cada puño o bofetada ha sido letal; la sangre corre y pierdo la paciencia. He sangrado de narices en tantos lugares como momentos. En la micro, en el baño, en la sala de clases, arriba del cerro, acostado en mi cama, recostado en otras; con frío o con calor, en verano e invierno. Desnudo o abrigado hasta los ojos.
Cuando fornicaba con una mujer a la luz de una lámpara. No se percató de mi distracción mecánica; buscaba con que taparme para detener la sangre. Quizás las sábanas blancas o la almohada; con mis brazos o con los de ella. Pensé en sumergirme en una menstruación posible o cortarme las venas por el terror. Quise salir corriendo desnudo hacia un posible baño ocupado de una casa ajena; buscar un calcetín travieso o pedirle algún papel inservible a la damisela. Mucho tiempo de pérdida, la sangre ya habrá manchado nuestros cuerpos y no podríamos continuar la escena. Perdí la paciencia, decidí correr al baño de una casa ajena con el frío en los glúteos. Estaba desocupado. No supe qué decir o qué esperar. Vuelvo con un gigantesco tapón de confort en las narices. Ella se ha vestido y ha cambiado las sábanas. Me quedo desnudo a su lado. Ya lo superaremos, de alguna u otra forma. Me fumo un cigarrillo, y segundos después comienzo a sangrar. Ese fue el final de una relación sangrienta.

“La bestia sonriente”


Bajo la sombra de un árbol, permanece sentada la bestia sonriente, mientas cuenta las horas en la cual su pesada figura yació dormida esperando el arribo del sol naciente. Ha esperado por días la venida de los vientos del sur, que prometieron cambiar su ancha cara de ogro malcriado, por una estadía en las altas nubes. La bestia sonriente sigue esperando, como si esa fuese su única función en esta vida. A su alrededor hay silencio comprimido por los mugidos que emite de vez en cuando, al perder la esperanza y los sueños.
Más allá se prolonga un campo de flores al infinito; desconoce la música de las mariposas que revolotean sobre los enormes girasoles. La bestia sonriente está triste. Sonríe, porque esa expresión es su único modo de existencia bajo la sombra de un árbol frutal.
Un grupo de bizarros aborígenes sobresale desde la línea del horizonte. Llevan sus cuerpos desnudos y tatuados con enigmáticas sentencias sobre la vida y la muerte. En esa desnudez espontánea divisan a la extraña figura, que yace apoyada sobre un gigantesco árbol de frutas silvestres. La danza de los bizarros aborígenes es mítica; en ésta se deposita el lenguaje de muchas generaciones atrás, aquellas que no pudieron vencer el reflejo de sus errores inmortales en una bestia sonriente.
Los bizarros aborígenes desconocen la existencia de un dios que les haya dado una misión, en un campo de flores infinito. Se dejan llevar por el instinto, tal cual como han procedido sus antepasados. Se acercan sigilosamente entre medio de los enormes girasoles y las mariposas, para apreciar detenidamente a su presa. La bestia sonriente aún espera la venida de los vientos del sur y del sol naciente. El movimiento de los bizarros aborígenes es opáco, por la luz gris de las nubes que anuncian la tempestad. La bestia sonriente no se desespera, concede a la imaginación de los hombres, el desenlace de la historia.
La bestia sonriente espera pacientemente el ataque de los bizarros aborígenes, sin temor los observa de reojo, sin reconocer en ellos su destino y origen. Los bizarros aborígenes tropiezan con las flores y se enredan con las mariposas, que caen muertas por el contacto con la vida de los hombres. No pierden de vista a la extraña monstruosidad que los invade en cuerpo y alma. Los siglos han demostrado el equívoco proceder de los hombres de estas latitudes, pero insisten en tener la razón y avanzan. Todo se convierte en sueño y las imágenes se desvanecen cada vez que los bizarros aborígenes se adelantan.
La bestia sonriente bien sabe que en el mundo, los hombres son traidores y las mujeres víboras. Para sus ojos la humanidad está perdida en cuanto los bizarros aborígenes caigan en sus garras. Éstos torpemente rodean a la bestia con sus inimaginables armas de fuego y se lanzan con gestos cadavéricos a la batalla, al encuentro con la muerte. Los niños han quedado en casa, imaginando a sus padres en la victoria.
La moraleja de la fábula es simple. Es preciso sonreír, a que tropezar falsamente con la valentía, Es preciso vivir en la soledad bajo un árbol, que morir devorado por los colmillos de una gran bestia sonriente, que espera sentada el exterminio de toda la faz humana.