jueves, 1 de mayo de 2008

“Viaje sonoro II”


Enciendo el motor de mi cabeza a partir de una felicidad cósmica, y retrocedo por encima de esta intimidad, hacia el origen de estos aciertos. Todo está relacionado. La voz de un niño maquinando minúsculas sinfonías en un minicomponente con doble track. Ahí mismo los dientes tiritaban, como si el poder de unas cuerdas vocales vírgenes no pudiera ser contenido por ninguna creencia. El niño enmudecía y regresaba a su habitual juego de películas en su extraña cabeza. Ves la belleza donde no la hay. Mi tía me obsequió un cuadernillo, y quise escribirlo todo en un día. Mis palabras fluyeron. El lápiz tiritaba, como si un poder fuera a emerger de mi sangre y la tinta no pudiera contenerlo. Escribí el verano completo a solas. Escritura en soledad. Pero me faltaba la música. Aquél lenguaje extraño me retumbó en los oídos desde niño; sinfonías de cuna y canciones de nubes parlanchinas. Pero la guitarra de palo se ausentó en aquellos días.
Hay una primera vez en todos. Una mano se dislocó adrede, para soltarse de una condición incompetente. Agitó con fuerzas sus dedos y agarró cuanto pudo en el camino. Esa mano derecha corrompió la imagen de ese niño y esas nubes parlanchinas, para convertirlo en adolescente y a esas nubes, en enormes senos. El amor destruyó y construyó sobre la misma. Mis poemas no querían ser canciones. Eran poemas porque el resto no escuchaba melodías. Para mí siempre fueron canciones. Los dedos comprobaron esa rabia y envidia sentidas; no tenía canciones y mi voz siempre ha sido desastrosa. Todo el mundo tenía bandas. Mis ideas no querían hablar de nada. Todo pasa por algo.
Un casette fue hallado dentro de un cajón lleno de polvo. Corazones rotos habían en su lugar, y letras que jamás nadie pudo obtener. Aquél casette rompió el hielo que oprimía las vocales de un infante. Lloró, pataleó y sangró para convertirse en joven letrista. La guitarra de palo hizo su aparición para acompañar a esos pobres versos que yacían en esquinas solitarias. Los primeros acordes desafinados provocaron miedo, los primeros tonos terror. Al fin ese niño estaba en carrera. Jorge González me pateó un millón de veces con sus canciones. No podía contener tanta genialidad un tipo tan arrogante y sin pinta. Para mi no fue un rockstar, fue un pequeño dios en la tierra. Un Huidobro, un Víctor Jara.
Tras ese teléfono mi sonrisa se transformó en rencor y soledad. Rechazado por una chica de barrio, incapaz de apreciar la belleza donde no la hay. Me confiné en ese motivo de existencia; edifiqué muros impenetrables. Advertí que este asunto no era de nadie más que de mi eternidad. Morí en soledad. Conocí la escritura de huesos y entrañas. La tensión entre realidades, me mostró el simple sujeto que era. Las posibilidades imaginativas se desprendieron de su teoría y me vi con los pies pisando la nada misma. Ninguno de aquellos profesores comprendía ese ejercicio “estúpido” de imaginar. Morí en soledad; y reviví para agonizar por tres años más, con cuentos y poemas que ningún niño del barrio leía. Las palabras cayeron al vacío.
Una humareda confundió las cuerdas de la guitarra de palo con versos recitados. La voz quiso recitar en antros. No se podía con tantos nombres y apellidos apelmazados a poesía generacional. Poesía sí, poetas no. El joven musiquillo se perdía en cuanto recital poético encontraba. Las canciones se perdieron. Me las quitaron los Beatles. Se quedaron en mis oídos y no podía componer. Fui un fan y un groupie. Toqué sus canciones y no las mías. Me creí John Lennon, sin saber que podía ser yo mismo. Por tres años más vi como me quitaban las ideas. No es bueno escuchar a los Beatles. La guitarra de palo me golpeó la cara; me dijo: despierta sacohuea!. Y nacieron tres acordes estrafalarios, que se volvieron llanto y carcajadas nerviosas, como si un poder estuviera en el umbral de la puerta, dispuesto a entrar a escena. La raza estrafalaria es la felicidad cósmica que me atrapa con la risa y la ilusión acuestas.

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